Por, Paul Venturino D.Boletín Observatorio Internacional No. 42 / Septiembre 2019 Facultad de Humanidades y ComunicacionesUniversidad Finis Terrae

1989. El Muro de Berlín cae y junto con él, la Cortina de Hierro que aislaba a los países de la órbita soviética. Miles de alemanes, húngaros, rumanos y polacos salen a defender la naciente transición en las calles, mostrando la voluntad de las personas por copar los espacios públicos.

2019. Opositores a Jair Bolsonaro y activistas anti cambio climático postean millones de fotos de incendios para mostrar la devastación del Amazonas y acusarlo por lo que consideran su responsabilidad. Mientras el presidente de Brasil se defiende por Twitter, planteando que ha hecho todo lo posible, también ataca a su par francés. Pero otros mandatarios, como Donald Trump, lo apoyan por redes sociales, destacando su trabajo.

¿Qué pasó en 30 años que la lucha política se extendió -y en algunos casos se trasladó- desde los parlamentos y las calles hacia las redes sociales y los soportes digitales? ¿Qué pasó que las instituciones y los medios tradicionales perdieron efectividad como espacios democráticos de discusión?

Para entender este cambio acelerado, debemos analizar el proceso de globalización y cómo este ha afectado la conformación y expectativas de las sociedades, así como el desarrollo de la capacidad digital a través de la inteligencia artificial y el Big Data. Porque ambos fenómenos están íntimamente ligados y van interactuando para que se produzca el cambio del llamado “espacio público político”.

Personas protestando

La globalidad y el lenguaje de la violencia

La globalización tiene dos aspectos que son importantes para nuestro análisis. El primero, es eminentemente digital y se refiere a cómo la tecnología cambió la forma en que se transan los bienes, generando instantaneidad en el tráfico de mercancías, valores e información. Junto a eso, también se produce un proceso permanente de caída de fronteras que antes significaron protección para países, instituciones y grupos.

Desde la transferencia de la manufactura a países baratos, hasta el cambio en los valores sociales, la globalización ha significado que las formas tradicionales de mediatización y respuesta han dejado de ser útiles, y han perdido legitimidad y apoyo en las sociedades y grupos. Ejemplos de esto se ven en la reacción de las sociedades -desarrolladas y en vías de- a la inmigración.

Si bien esta debería ser considerada como algo propio de la globalidad, los diferentes colectivos sociales se unen ante los recién llegados, criticando a los gobiernos por aceptar los flujos de personas; a las iglesias e instituciones, por no defender “la historia local”; a las empresas, por contratarlos; y a los medios, por no denunciar las cosas malas que hacen los extranjeros.

Este lenguaje de violencia y discriminación -que Donald Trump lleva al extremo, hablando de las “verdades paralelas o alternativas” no solo implica un nuevo lenguaje, sino también una modificación radical del relacionamiento político: no se trata de llegar a un acuerdo sobre la base de un consenso establecido sobre el procedimiento y el resultado, sino de imponer a como dé lugar la posición propia, aun a riesgo de que sea el sistema en su conjunto el que sufra.

En esta lógica, las instituciones tradicionales pierden efectividad, ya que justamente ellas son espacios de generación de acuerdos: parlamentos o congresos, tribunales de Justicia y colectivos sociales tradicionales pierden capacidad de representación. La lógica es simple: para qué someterse al procedimiento democrático, si imponiendo se llega más rápido, y para qué buscar el acuerdo si puedo generar mayor efecto a través de consolidar el espíritu de tribu de “nosotros versus ellos”.

Y si bien este sentimiento antidemocrático siempre ha existido en grupos sociales pequeños, una de las habilidades de las democracias de la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI fue controlarlos a través de instituciones fuertes y legítimas. El problema que hoy enfrentan estas mismas democracias es que sus mismos líderes atacan esas instituciones, logrando una alta aprobación ciudadana y generando vías alternativas de resolución de conflictos o una fuerte disminución de espacio de actuación para esas mismas instituciones.

“Mi tribu” está mejor con el Big Data

Este sentimiento de enojo y de falta de utilidad de las instituciones tradicionales, expresado en la idea de que “mi tribu” es mejor y tiene la razón, ha sido exacerbado por el desarrollo del Big Data (capacidad de analizar y procesar cantidades superlativas de datos en tiempo real), por la inteligencia artificial (modificar la forma en que funciona, ajustando el algoritmo de procesamiento de información) y por el “machine learning” (la capacidad de las máquinas de aprender a través información y acciones pasadas).

La tecnología digital, por lo tanto, permite evitar otras intermediaciones (aunque ella en sí misma lo sea) que pudieran modificar los mensajes a través del debate entre pares. Pero sin duda que su efecto más fuerte es que permite reordenar la forma en que las personas y los grupos acceden a información y a debates.

Y si bien los algoritmos solo son herramientas, lo cierto es que su efectividad ha hecho que grupos y actores políticos y sociales los utilicen arduamente para lograr -a través de una combinación de entender qué buscan las personas y qué destruye el valor del otro- que cada vez más personas y grupos se expongan solo a mensajes cuidadosamente armados y entregados por un canal que determina la forma y el tipo de información a la que puede accederse.

Big data

Las empresas proveedoras de servicios de comunicación digital -como Google y Facebook- han transformado el negocio de la información, desde proveer contenido (como tradicionalmente hicieron los medios de comunicación) a desarrollar sistemas que, bajo la capacidad de entender qué interesa a las personas y cómo puede entregarse esa información, determinan a lo que esa persona puede acceder, cuándo y bajo qué circunstancias.

Pero también estas compañías han desarrollado un modelo de negocio -expresado en la interfaz que hace “más amable” la interacción- que permite creer y sentir que efectivamente quien accede a la información tiene la razón y que son muchos los que piensan como él/ella, y que posiciones distintas no solo son equivocadas, sino dañinas e incomprensibles.

Es justamente en este proceso que el Big Data tiene su mayor valor, ya que analizando miles de millones de datos en tiempo real, puede determinar cómo conectar grupos y personas en forma interesada, bajo la apariencia de que siempre es bueno estar junto con otros que piensan igual.

Como el Big Data permite entender qué buscan los grupos y cómo las personas interactúan, hace posible que sea el emisor interesado el que decida lo que cada persona recibirá, y específicamente si esa es la persona correcta para entregar o no información. La idea democrática de informar y convencer pierde sentido ante la estrategia de agrupar y evitar el contagio. Es por esto que una minoría muy pequeña convencida y con ganas de actuar -, por ejemplo, como los grupos racistas- puede ser más fuerte que una mayoría parlamentaria.

Así, la idea de control de acceso (ya ni siquiera de censura de contenido) se basa en ocultar al interesado final si la información es la correcta, si existe otra y si hay muchos o pocos que piensan igual, pero creando la sensación de que es verdad, que es incontestable y que la decisión que se toma sobre ella es completamente propia.

Es un hecho que la combinación entre los cuatro elementos: globalización, algoritmos digitales, Big Data e inteligencia artificial ha modificado radicalmente la competencia política y el ejercicio de la democracia. La pregunta que queda por responder es si los grupos mayoritarios que han dado estabilidad a las democracias en el último medio siglo, serán capaces de sobreponerse a esta situación o también caerán en la tentación de dejar de competir y comenzar a imponer.

Paul Venturino D.Periodista Universidad Católica de Chile.Magíster en Ciencia Política, mención Instituciones y procesos políticos, Pontificia Universidad Católica de Chile.Magíster en comunicación audiovisual y publicidad, Universidad Autónoma de Barcelona, España.Profesor de pre y posgrado Escuela de Periodismo Universidad Finis Terrae.Profesor magister de Comunicación Estratégica, Facultad de Comunicaciones, Universidad Católica de Chile.Socio y director ejecutivo de Strategikapaul.venturino@grupostrategika.cl